sábado, 30 de junio de 2012

La ley de Dios ¿a servicio de quién?

¿La ley es siempre para el bien de las personas?
¿Con qué autoridad se imponen o proponen al hombre las leyes?
¿Suficiente decir que una ley es de Dios o voluntad suya para que sea justa o buena?

La Biblia está repleta de la voluntad de Dios o de lo que supuestamente debería ser ordenando por él. En realidad sabemos que muchas leyes en la Biblia obedecen a lógicas que no son necesariamente el deseo del bien del hombre de parte de Dios. Muchas leyes nacen de la vida de las autoridades y de las jerarquías, que son herramientas para justificar la jerarquía misma y el ámbito de su poder (Templo y Palacio) y tienen fuerza justificándose en la supuesta voluntad de Dios.
Estas leyes, que justifican las jerarquías y las exclusiones, se transforman inmediatamente en herramientas de opresión y marginación para los más pobres que se encuentran en la imposibilidad de poder obedecer la supuesta voluntad de Dios. Un ejemplo de esta manera de proceder lo encontramos en el libro del Levítico1.
El levítico es uno de los testimonios que tenemos para reconocer como dentro de la Biblia hay dos proyectos. Un proyecto que trata de justificar la presencia del Templo, del Palacio y de la jerarquía como mediadora única para llegar a Dios (es un proyecto según el corazón y los intereses de los poderosos), y un proyecto que describe la verdadera modalidad de Dios de estar con su pueblo, sin mediaciones, sin límites, un Dios que está con los excluidos y no con quien excluye, con quien llora y no con quien hace llorar.
En la formación misma del código del Levítico se rescata este doble proyecto. De una parte está el esquema Moisés-Arón-sus hijos-el pueblo, a través del cual se confirma la estructura jerárquica con Moisés único mediador. El otro esquema se concretiza en la manera en que Dios se muestra a todo el pueblo (Lv 9, 23), donde Dios muestra su santidad sin mediación alguna (Lv 10, 23). En realidad toda la ley pierde su valor delante de lo más importante: el deseo del Señor de mostrarse a todos.
Esto me parece el criterio que Jesús mismo utiliza delante de la ley. Cuando una ley tiene rasgos de exclusión contra los  marginados no la reconoce buena y no la respeta.

Me pregunto si una lógica como esta, de una forma u otra, no se está repitiendo en nuestra Iglesia.
¿También hoy tenemos leyes que apoyándose sobre la voluntad de Dios son justificaciones de poderes y herramientas de exclusión?
¿Hay leyes que justifican los poderes fuertes dentro de la Iglesia y la exclusión de los más marginados?

Sabemos que el Levítico y sus leyes están escritas “a partir de la perspectiva de Jerusalén (Templo y Palacio), en especial del templo reconstruido y del clero primariamente deportado a Babilonia y que pasa por un proceso de reforma de las obligaciones y el status en la reconstrucción de la vida nacional en el post-exilio”. Era el tiempo en el cual se veía necesario reconocer en Jerusalén y su Templo como el único centro de verdad y en la jerarquía la única mediación hacia Dios. Las autoridades religiosas y políticas sentían que era necesario reafirmar una verdad, una pureza de fe y de culto, una estructura religiosa jerárquica reconocida y obedecida.
Esta situación que hizo nacer el Levítico y su legislación me parece tanto antigua y también muy moderna y actual. La necesidad de reafirmar una sola verdad, recuperar una pureza de fe y de culto, fortalecer la autoridad  de la jerarquía hace parte del lenguaje actual de nuestra Iglesia. Conocemos el esfuerzo de los últimos dos papas para moverse en esta dirección: un “nuevo” catecismo, un nuevo derecho canónico, nuevas (o antiguas) reglas para el culto. Todo nace desde un centro, la Iglesia de Roma, hacia la periferia que son todas las Iglesias del mundo. Me parece que es una Iglesia que busca la uniformidad y no la unidad en la diversidad. El movimiento es siempre desde el centro hacia la periferia, y lo que nace en la periferia viene visto siempre con sospecha si no repite o si no confirma lo que el centro dice. Las teologías de América Latina o de África son vistas con sospecha solo porque nacen de una experiencia de vida diferente, desde la perspectiva de los excluidos. El movimiento de Jesús nació no desde el centro de la teología o de los intereses de poder de su tiempo, sino desde la periferia, desde el contacto con los oprimidos y excluidos. Su movimiento era una respuesta al centro y una propuesta para todos los marginados. En el momento en que la Iglesia conquista el centro del mundo (Roma) empieza a seguir la misma lógica de los poderosos. Las leyes de Jesús nacen desde la perspectiva de los excluidos, pero las leyes de las Iglesia actual ¿desde qué perspectiva nacen?
Hoy como ayer hay leyes que no son oportunidad de camino, sino una exclusión prejudicial para quien este camino no lo puede recorrer por la misma condición en la cual se encuentra. En este caso no tengo ningún problema a afirmar que, como siempre, el precio más alto lo pagan siempre los más pobres.
No se puede aceptar siempre la perspectiva de quien se encuentra en el centro y habita los palacios del poder, si ellos no escuchan y no hacen central la perspectiva de quien vive en la periferia del mundo, de la religión y de las leyes. No se puede aceptar la perspectiva eurocéntrica con su teología, su estructura jerárquica y sus leyes si no son camino de inclusión y oportunidad para los más excluidos. Tenemos que escuchar la teología que nace desde los niños hambrientos, desde las mujeres violadas, desde las familias divididas, desde los que no tienen trabajo, desde los que tienen baja autoestima y desde los encarcelados. Tenemos que escuchar y reconocer no solo su deseo de inclusión, sino también los caminos y las leyes con los cuales quieren lograr su inclusión.

Así generalmente quien se encuentra en la periferia del mundo considera la ley mandada por el centro como la regla y la manera de no obedecer como las necesarias excepciones. Pero yo digo que si son las excepciones que permiten los caminos de los mas excluidos, entones hay algo que no funciona en las reglas y en las leyes.

Personalmente invoco la desobediencia y la objeción de consciencia delante de todas las leyes que no sirven al hombre sino que piden al hombre de hacerse siervo de ellas.
El punto de partida que reconozco bueno es la experiencia gratuita de Dios que hace nacer caminos, y no al revés, donde los caminos nos  hacen encontrar a Dios. A Dios no hay que encontrarlo, es él que descubre al hombre, allí donde se halla y como se encuentra. La libertad de Dios se da en encontrar al hombre, la libertad del hombre en hacer caminos.

Hay leyes que son como la cortina del Templo y oraciones que son como su altar de los sacrificios: esconden a Dios. Nuestra función es de compartir y liberar caminos y no de obstaculizarlos.

Emanuele Munafó


1 No es mi intención con este escrito hacer un estudio Bíblico, sino más bien buscar aplicaciones de este estudios previos. Comparto mis reflexiones complementándolas con el artículo escrito por Nancy Cardoso Pereira: “Comida, sexo y salud: Leyendo el Levítico en América Latina”. Se puede encontrar el texto en www.clailatino.org/ribla/autores.html

jueves, 21 de junio de 2012

No solo palabras

Desde cuando he abierto el blog y he decidido compartir algunas reflexiones, he recibido algunos consejos como respuesta a lo que estoy escribiendo. Comparto estos consejos porqué me parecen indicativos sobre una cierta modalidad de actuar de nuestras Iglesias.

Primer consejo
“Cierra el blog, porqué no es prudente o justo que tú expresas opiniones, visto tu papel dentro de la Iglesia”

Segundo consejo
“Modifica el tono de tus escritos, es demasiado duro. Esto no abre a un dialogo”

Respuesta al primer consejo
Pedirme el silencio me parece una censura. No pienso que mis palabras expresan verdades absolutas que se tienen que aceptar, pero dicen una realidad que muchos de nosotros estamos viviendo dentro de esta Iglesia. Si después no encajan con mi papel, hay que ver si están equivocados las palabras o el papel. Vivimos dentro de una Iglesia donde creo se puedan expresar opiniones. Somos sacerdotes, no soldados de un ejército. Claramente no todos tenemos las mismas opiniones. Todos somos Iglesia, también si no nos identificamos en el todo de la Iglesia. Hay personas que discrepan con puntos de la doctrina o del magisterio de la Iglesia. Hay quien lo hace con las palabras, hay quien lo hace con la práctica y hay quien lo hace con las dos cosas. Personalmente yo trato de entrar en esta última definición.
El mío no es un ataque polémico sobre una modalidad de ser Iglesia que percibo siempre más distante de la vida de las personas y excluyente hacía los más pobres. Lo que comparto, a través de este blog, es lo que en la práctica ya tratamos de vivir.
Cuando afirmo que la comunión es para todos lo digo desde la experiencia de una comunidad que no excluye a nadie de la posibilidad de recibir la comunión. Es la experiencia de una comunidad que no pone la comunión como un merito o el final de un camino, sino como don de gracia que permite, da fuerza y sentido al camino mismo. Personalmente la comunión la doy a todas las personas que se acercan con el deseo de recibirla y que están en un consciente camino de crecimiento en el amor. No considero la situación moral de cada uno, sino la bondad del deseo de un camino. En este sentido no hago diferencia entre convivientes o casados, entre personas recién confesadas o personas que es tiempo que no se acercan a este sacramento. Esto también porque creo que tendríamos que empezar a considerar estos dos sacramentos no ligado el uno al otro, poniéndolo uno como condición del otro.
No hace falta subrayar que la comunión así dada no es porque no conozco las situaciones de las personas que se acercan o porque cierro los ojos sobre su situación de irregularidad. Le doy la comunión conscientemente y libremente.

Cuando escribo sobre la autoridad que se expresa solo en el servicio hago referencia a lo que tratamos de vivir en nuestra comunidad, con todas las luces y sobras de las riquezas y limites humanos, y en particular míos personales. Tratamos de poner al centro la comunidad misma en un sentido siempre más inclusivo. Lo que se quiere es que la comunidad misma sea sujeto de su camino y objeto de su discernimiento. Nos acompañan en este camino la Palabra de Dios escuchada y compartida a la luz de la vida de cada uno de nosotros, la tradición de la Iglesia discernida a la luz de la Palabra de Dios, la eucaristía vivida como el compartirse de Dios con cada uno de nosotros y no con una óptica sacrificial.

Entonces claro que podría callarme, cerrar el blog y no compartir las experiencias que vivimos o las reflexiones que la acompañan, pero seguiría hablando la práctica. Lo que hago es solo dar voz a lo que vivimos, para que esta voz le dé más sentido y, tal vez más fuerza.
No busco el consentimiento de las autoridades, tal vez solo informo sobre lo que ya estamos viviendo y reflexiono sobre esto.
Hay quien solo reflexiona sobre estos temas y los deja a un nivel de dialogo. Hay quien ya actúa de esta forma pero no dice nada. Personalmente prefiero actuar y hablar, solo por una coherencia interna.

Respuesta al segundo consejo
Pido disculpa si a veces mis palabras resultan un poco duras o cerradas a un dialogo, no es esta la intención. Pero quisiera añadir una consideración. Percibo a veces una forma de violencia también pedir un tono que mantenga el pensamiento a un nivel de dialogo y no de búsqueda concreta de cambios posibles en nuestra manera de ser Iglesia. Sabemos que a veces la manera mejor para hacer callar una persona es hacerle creer de ser escuchada. Como sacerdotes sabemos muy bien que muchas veces se nos piden opiniones sobre cosas ya decididas. Tratamos de expresar las opiniones en la manera más correcta y dialogante posible, pero en realidad no hay ninguna escucha. De otra parte no quiero reducir estas reflexiones como si fueran las charlas de siempre. Es como cuando hablamos de un partido de futbol, todos parecemos los mejores entrenadores del mundo corrigiendo, aconsejando y ordenando las cosas en otra manera. Una vez que termina la charla cada uno regresa a su casa y no cambia nada, porque nadie en realidad es entrenador. No quiero reducir mis reflexiones a charlas de bar o de cantina. Tal vez no somos entrenadores, pero este partido lo jugamos todos, y todos tenemos la responsabilidad de ser consientes de nuestras palabras y acciones, porque estas de seguro producirán unos efectos, entonces cada uno tendrá que asumir las consecuencias.
Tal vez mis palabras son duras, pero quisiera recordar de cuanto sufrimiento ha generado una forma de silencio de nuestra Iglesia consecuencia de una política correcta que mira al la forma y no considera el contenido de lo que se le dice, para que todo siga siempre igual.

Agradezco de todo corazón todas las personas que hasta ahora me han manifestado su apoyo y conformidad a cuanto expresado, como todas las personas que no se han encontrado de acuerdo con lo dicho y lo están manifestando.
Personalmente sigo adelante con las palabras y las practicas en la búsqueda de una Iglesia más inclusiva y menos autoritarias.


Emanuele Munafó

jueves, 14 de junio de 2012

No es ésta le Iglesia que conocí


Conocí a la Iglesia del Cardenal Carlo María Martini  con su presencia profética e humilde.
Me apasioné de la Iglesia comprometida de don Puglisi, matado por la mafia.
Me enamoré de la Iglesia de dom Helder, valiente, cercana y comprometida.
Me comprometí por la Iglesia de la opción preferencial por los pobres.
Soñé con la Iglesia formada por las comunidades de base, laica e inclusiva.
Creí en la Iglesia que se hace guiar por las luces de la Palabra, reflexionada y compartida.

Es evidente que la Iglesia ha cambiado desorientando muchos de nosotros. Después del entusiasmo que provocó el Concilio Vaticano II en el mundo o Medellin y Puebla en América Latina, poco a poco este entusiasmo se ha ido apagando. Después de las apreturas que la Iglesia estaba viviendo para reconocerse realidad dentro del mundo y fuertemente en contacto con este, en estos últimos años hemos regresado a un lenguaje que quiere devolver a la Iglesia un papel que la pone por encima el mundo y de los hombres mismos, como si la Iglesia no fuera constituida de hombres. Estamos obligados a escuchar por este Papa que no hemos entendido el Vaticano II, que lo hemos interpretado mal. Como si no supiéramos leer los documentos, como si no tuviéramos capacidad de leer la historia. Después de años de reflexiones, de escuchas, de rumbos decididos en asambleas, de caminos compartidos nos dicen que no hemos entendido bien.
Estas relecturas me avergüenzan y me indignan.
Teníamos obispos que sabían caminar con el pueblo teniendo en una mano la Palabra de Dios y en la otra la mano frágil de los tantos oprimidos de la historia. No se puede olvidar el ejemplo profético de obispos como Helder Cámara o de la capacidad de encuentro y escucha de Carlo María Martini. Claramente dos obispos muy diferente entre ellos, pero que nos han regalado con su servicio un rostro de Iglesia de caminos compartidos y comprometidos con los más pobres y de acogidas humilde y sinceras de todas las diversidades.
Ahora estamos conociendo obispos que no pierden oportunidad para remarcar su autoridad reafirmándose como sucesores de los apóstoles, olvidándoles que esto, si así fuera, no es un privilegio, sino una responsabilidad de servicio. No es un lugar de mando, sino una actitud que tendría que llevarlos a arrodillarse delante de los hombres para lavarles los pies.
Conocemos obispos que han olvidado su Biblia sobre el escritorio de su oficina, porque estaría mal que falte en su biblioteca, pero que caminan teniendo en mano los documentos de la Iglesia, las encíclicas, las cartas del Papa o, peor el Derecho Canónico. No hay profecía en sus palabras, sino solo corrección de todo lo que piensan que no va bien. No estiman o aman su gente, sino la critican siempre. No reconocen la fe del pueblo, sino no la consideran nunca a la altura. No predican la Palabra de Dios, sino la moral o los deberes. No anuncian el amor de Dios, sino acusan el pecado del mundo.
¿A dónde pensamos llegar con estos líderes con los cuales estamos caminando ahora?
Quien trabaja dentro de la Iglesia, laico o sacerdote que sea, sabe bien cuantas cosas se tiene que tragar o callar delante de la afirmación: “Yo soy el obispo e yo decido como se tienen que hacer las cosas”. Quien intentó decir algo que no coincide con la decisión de la autoridad sabe cuantas veces de una forma u otra se nos ha pedido de callar, de no crear problemas, de no hacer cosas que no eran convenientes (¿convenientes a quien?). En realidad esto no pasa solo con los obispos, pero tantas veces también con los sacerdotes hacia los laicos. Suficiente ver cuanto verdaderamente valen los Consejos Pastorales dentro de nuestras parroquias, o cuantos laicos tienen responsabilidades reales dentro de nuestras instituciones eclesiales.
Me pregunto si como Iglesia nacemos desde un anuncio de resurrección que nos dice que la vida es más fuerte de la muerte o sobre un principio de autoridad de quien piensa de tener la verdad en sus manos y que pide a los demás de agachar la cabeza, de arrodillarse y de aceptar la fe y todo lo que conlleva con sumisión.
Quien trabaja dentro de la Iglesia sabe bien que la palabra de un laico no tiene el mismo valor de lo que puede decir un sacerdote. Sabemos bien que también si decimos que todos somos iguales, el pensamiento de la mujer tiene un valor aun más limitado. No creo decir nada nuevo si digo que hay en nuestra iglesia todavía una cierta sospecha hacia la mujer. En este sentido nuestra iglesia hermana protestante, en sus diferentes expresiones, es mucho más adelante de nosotros.

No puedo terminar de esperar y soñar con una Iglesia que sepa construir caminos de inclusión verdadera.
Sueño con una Iglesia que no haga diferencia de género, que permita y abra a un liderazgo femenino ordenado.
Sueño con una Iglesia que no haga diferencia entre puros o impuros, sino que gratuitamente de lo que gratuitamente Jesús dio.
Sueño con una Iglesia que no siga hablando del pecado acusándolo, sino que hable del amor revelándolo y viviéndolo.
Sueño con una Iglesia que no siga diciendo que somos pecadores, sino que somos pecadores ya perdonados y amados.
Sueño con una Iglesia donde los más marginalizados no ocupen los últimos asientos y que no los encontremos en cola a pedir la caridad, sino que sean protagonistas de nuestras realidades eclesiales.
Sueño con una Iglesia que comparte vida y Palabra de Dios, no doctrina y mandamientos.

La que vivimos ahora no es la Iglesia que conocí, y si esperamos que un cambio llegue desde arriba creo que nos estamos equivocando y perdiendo nuestro tiempo. Solo Dios tuvo la fuerza de bajar del cielo, pedirles a nuestras autoridades un gesto de humildad y bajar de sus tronos tal vez es demasiado. Pero si empezamos desde nuestras pequeñas realidades a empezar a vivir relaciones diferentes y nuevas tal vez algo puede pasar. Esto no les gustará a las autoridades que a un cierto punto tenemos que saber escuchar, y a veces hacerle creer que los estamos escuchando.

Emanuele Munafó

viernes, 8 de junio de 2012

Iglesia inclusiva, ministerial y laica: una experiencia

Cerezo Barredo - En la cena ecológica del Reino
www.servicioskoinonia.org/cerezo/
A veces dicen más las experiencias que las palabras. Claramente la práctica no es como la teoría  que trata de ser más perfecta posibles, en la práctica siempre hay imperfecciones. Pero no nos interesa la perfección, sino buscamos luces que, en los tiempos oscuros de Iglesia que estamos viviendo, nos recuerden un Dios que no excluye a nadie porque ama a todos los pueblos (Dt 33,3), un Dios que no hace diferencia entre las personas (Gl 3, 28), no un Dios de la ley sino de la misericordia que ya perdonó al mundo su pecado (Gl 2, 21) y que solo quiere que viva de misericordia y no de sacrificios o penitencias (Mt 9, 13). Queremos experiencias donde la comunión no es uniformarse a una unicidad sino compartir las diferencias, donde el liderazgo no es un mando autoritario sino la modalidad que refleja la posibilidad de construir fraternidad.
No queremos templos como estructuras centrales de poder que controlan la conciencia y la vida de las personas, sino casas que acogen y acompañan humildemente la vida de las personas en el respeto de su dignidad e identidad personal y cultural.
No queremos altares signo de un eterno sacrificio que se le tiene que ofrecer a Dios como pago para merecer lo deseado, sino mesas alrededor de las cuales sentarnos para compartir nuestra vida y permitirle a Dios de compartirse con todos gratuitamente y sin exclusiones.
No queremos una clase sacerdotal como liderazgo autoritario de un padre patrón que se pone por encima de todo y de todos,  sino familia de iguales a la cual nadie pertenece como padre sino como hermano, hermana y madre, una familia a la cual se pertenece por fe y no por el respeto de las leyes o de los preceptos.

Les comparto la experiencia de una comunidad que busca la forma para ser Iglesia inclusiva, ministerial y laica.
Una comunidad revela lo que es también en la manera con la cual celebra. Consideramos su manera de decirse en el momento en que se reúne para reconocerse como familia.

Una comunidad que celebra en una Maloka1.
La estructura del templo es en sí excluyente porque crea espacios de sacralidad accesibles solo a pocos o a uno solo. Así era en el templo de Jerusalén y así corremos el riesgo de repetir estructuras excluyentes que refuerzan la jerarquización de nuestra iglesia. En cambio consideramos el espacio sagrado como espacio de toda la comunidad, para recordar que el sagrado está en cualquier lugar que pisan nuestros pies (Ex 3, 5) y accesible a todos sin diferencias jerárquicas o de pureza e impuridad.
En la cultura de la selva La Maloka es llamada también Casa Grande.  Es el punto de reunión y unión de toda la comunidad. La parroquia así quiere ser “casa entre las casas” o “casa de quien no tiene casa”. No es propiedad o casa de uno, sino es propiedad y responsabilidad de todos. Es lugar donde las decisiones se toman en conjunto en formas asamblearias y donde la palabra de todos es igualmente importante. La Maloka es expresión de una cultura preexistente que no quiere ser borrada ni sustituida con estructuras culturales de otros países. La Maloka es signo del rechazo al proyecto de David, no querido por Dios, de construir un Templo para justificar la existencia del palacio (2 Sam 7, 5-7), y realizado por Salomón oprimiendo al pueblo (cfr. 1 Reyes 5, 27). La Maloka es carpa en medio de las carpas de la tribu, no es Templo y no es Palacio. La Maloka es la vivencia de Dios en medio y con su pueblo.

Una comunidad que celebra en un círculo abierto.
Una comunidad que celebra en círculo abierto dice su deseo de inclusión y su identidad ministerial, porque todos tienen la misma cercanía al centro. No hay diferencia entre las personas en el sentarse en una comunidad. No hay un rol más importante de los otros, como lo del sacerdote. Es la construcción de una comunidad alrededor del mismo centro donde todos son igualmente importantes. La importancia de cada uno no se da en orden a un liderazgo jerárquico que pone uno encima de todos, sino en orden a la función ministerial (servicio) de todos. El sacerdote que celebra no tiene su sede exclusiva que remarca su importancia jerárquica, sino está sentado en el círculo en los mismos asientos de todos. Quien celebra es la comunidad entera, y quien realiza la celebración es el ministerio de todos los que participan. El único momento durante el cual el sacerdote sale del círculo y se acerca al centro es para ejercer la especificidad de su ministerio (la consagración).
Una comunidad que se pone en un círculo no hace referencia a la vida o a las palabras de uno solo como si fuera el más justo o importante, sino acoge la vida de todos como signo de la presencia de Dios. Es una comunidad que reconoce que la primera palabra de Dios es la vida de cada hombre (cfr. San Agustín).
La comunidad no se encierra en un círculo que excluye sino en un círculo que se queda siempre abierto para acoger. Es muy fuerte a veces la tentación de encerrarse construyendo las parroquias como movimientos y experiencias para pocos. Los criterios selectivos que a veces se dan son leyes y preceptos que se vuelven exigencias excluyentes. Es siempre más común escuchar: “pocos pero buenos” o “hay que sacar la manzana podrida para que no infecte a todos”. Las razones para determinar los buenos siempre más son criterios que respetan la lógica, tanto criticada por Jesús, del puro e impuro. Sabemos que dentro de la Biblia esta es una lógica discriminatoria que pagan siempre los más pobres y excluidlos. En nuestros tiempos el juicio moral muchas veces se queda como criterio discriminatorio, sin considerar la complejidad de la vida de cada uno ni la misericordia con la cual tendríamos que acoger. Una comunidad abierta sabe acoger las heridas del hombre sin juzgarlas, sino amándola, acompañándola y sanándola. La lógica del Templo mira a cuidar su pureza y santidad, entonces a cuidarse a sí mismo. En cambio la lógica de una comunidad abierta no tiene miedo de acoger “prostitutas y publicanos” como los que tienen derecho a ocupar los primeros asientos.

Una comunidad sin altar
Una comunidad que se reúne en un círculo pone en el centro lo más importante para que pueda ser alcanzado por todos con la misma dignidad. Por eso esta comunidad no tiene altar, que recuerda la modalidad del sacrificio excluyente por su lógica meritoria, sino celebra sobre una raíz que recuerda el don de la vida compartido con todos.
El árbol en la Biblia es recuerdo antiguo y siempre actual del Dios de la vida, que regala y permite la vida. El árbol es el lugar del sagrado (Gn 12, 6) alrededor del cual se reúne el pueblo. Es el recuerdo antiguo de la primera y verdadera alianza que Dios establece con su pueblo sin pedirle nada en cambio como iniciativa gratuita (Gn 15, 1-21). Es Dios que establece su pacto con el hombre, al cual no se le pide nada para poder participar de esta alianza, solo dejarse amar.
En la selva el árbol es signo de esta gratuidad de la naturaleza que gratuitamente comparte sus frutos con todos. Al hombre se le pide solo de cosechar. Así a nosotros se nos pide solo de cosechar los frutos del amor de Dios que gratuitamente se comparte con toda la humanidad sin exclusiones (Lc 10,2). En esta comunidad se celebra, más que el sacrificio eucarístico, la eucaristía como compartirse de Dios con toda la humanidad en memoria de su acción libertadora (es cena domestica de Pascua no culto sacrificial del Templo). Es el rechazo de la lógica de todos los poderoso, como David y Salomón, que todo pusieron a su servicio, cuando la naturaleza ya no era garantía de vida para el pueblo, sino tributo pesado para el palacio del rey, y holocaustos, sacrificios, oblaciones, para los altares de los sacerdotes. Esto se daba a cambio de la vida del pueblo. Comenzó de este modo el círculo vicioso: para tener más vida, tengo que renunciar a mi vida para dar vida al rey, hijo de Dios, y al sacerdote, su representante. Creo que tenemos que retomar lo que es nuestro de derecho instituido por Dios y que es iniciativa gratuita del Dios de la vida.

Es una experiencia con sus límites y defectos pero que busca ser signo profético en un tiempo en el cual el Templo y el Palacio tratan de callar la palabra de la profecía que llega desde el vientre del pueblo, origen de todos los verdaderos profetas de la Biblia. Es palabra que llega desde el vientre de la madre que dio a luz a Jesús como memoria y rescate de todos los vientres violados de las mujeres que dieron a luz la esperanza (cfr. en Isaías las mujeres en el destierro) y como escucha de todos los vientres de los pobres que claman la justicia que nace de la inclusión. Desde el tronco de Israel violado y cortado nació la esperanza, así alrededor de una raíz marcada por la violencia del tiempo presente se quiere multiplicar la denuncia de violencia desde la cual nace una nueva esperanza: una comunidad inclusiva, ministerial y laica.

Es una experiencia, tal vez expuestas a las críticas y tal vez destinada a la persecución pero grávida del deseo de dar y recibir dignidad en esta Iglesia.
  
Emanuele Munafó


 1 La Maloka es una estructura tradicional que puede ser circular hecha de madera y con el techo de hojas.

jueves, 7 de junio de 2012

Chiesa e gerarchia

Chi vuole i testi di Chiesa e Gerarchia in italiano li puó incontrare nella pagina:
www.comunitaelavoro.org

si puó scaricare il testo in
www.comunitaelavoro.org/wp-content/uploads/2012/06/2012-Chiesa-e-gerarchia.doc


Ringrazio di cuore gli amici di Comunitá e Lavoro per la traduzione

miércoles, 6 de junio de 2012

Iglesia y jerarquía: palabras autoritarias (parte tercera)


Para poder reconocer que es un problema real la modalidad del ejercicio de la jerarquía eclesial es suficiente ver que poco se habla de este tema y poco es un punto real de reflexión. Suficiente es leer el documento de Aparecida en el cual poco se reflexiona sobre el tema de la jerarquía eclesiástica y tampoco se lo reconoce como punto de debilidad de la Iglesia misma. En el numero 99 al punto “b” se dice alguito lamentando una falta en el ejercicio evangélico de la autoridad. En realidad a afirmación se encuentra acompañada por la denuncia de la falta de una autentica obediencia, y se acusa también de infidelidad a la doctrina, a la moral y a la comunión. Claramente estas palabras están más dirigidas a quien no obedece y no a quien manda. Entonces, en este sentido me gusta pensar lo que dice Aparecida: “nuestra débil vivencia de la opción preferencial por los pobres, no pocas recaídas secularizantes en la vida consagrada influida por una antropología meramente sociológica y no evangélica” (Aparecida 99b), se dirige a todos, pero en modo particular a las autoridades que copian esquemas autoritarios según la lógica del mundo. El mismo documento no expresa claramente que no se puede dar autentica obediencia si no hay ejercicio evangélico de la autoridad. El problema verdadero se reconoce en quien no obedece y no en quien manda.
Recuerdo que la Biblia está repleta de ejemplos de resistencia del pueblo donde no hay un ejercicio auténticamente evangélico de autoridad. Hay que reconocer que ni una de estas resistencias son castigadas por Dios, sino más bien acompañadas y fortalecidas por Él (cfr. Todas las resistencia del pueblo delante de monarcas como David y Salomón).

La autoridad jerárquica no acepta críticas porque se siente instituida desde arriba, y este es su punto de fuerza para no ser puesta en discusión. ¿Cuántas veces tuvimos, tras algunas palabras, indicaciones u ordenes tener que escuchar: “es así porque lo digo yo que soy el obispo o el sacerdote”? La verdad de sus afirmaciones se apoya a la autoridad de quien la expresa y no porqué revela formas evidentemente evangélicas. En esta forma muchas veces se pisotea la dignidad de los más humildes y sencillos. Claramente si la palabra revelara formas auténticamente evangélicas abriría a un discernimiento común que invocaría siempre una interpretación, una reflexión y una evaluación. En cambio basándose sobre un principio de autoridad se vuelve indiscutible y por esto lo único que se pide es la humilde obediencia, agachar la cabeza y el silencio. Me cuesta poder encontrar un paso del evangelio en el cual Jesús pidió a sus interlocutores de agachar la cabeza o de callarse, más bien me parece que era la actitud pedida a Jesús por los sacerdotes, los escribas y los fariseos. Lo importante para ellos era el respeto de la jerarquía, la fidelidad a la ley y una actitud sumisa delante de Dios. Jesús en cambio invitaba a recuperar la dignidad del hombre y no a humillarse delante de las palabras del hombre. ¿Cuál de las dos actitudes se nos pide de encarnar más ahora por nuestras autoridades? ¿La de agachar la cabeza o de tener dignidad?

Las actitudes pedidas y vividas por las autoridades se esconden tras de las palabras con las cuales se expresan. Hacemos un pequeño ejercicio para ver algunas de las palabras tras de las cuales se esconden resistencias a cuestionar la modalidad de ejercicio de la autoridad.

Dos ejemplos:
“¡El mundo es malo y equivocado!”
Es casi un refrán considerar todo lo que está a fuera de nosotros como malo y equivocado, como si todo el bien se encontrara solo en un lugar. Es la consideración superficial y soberbia de quien piensa de estar en lo correcto y que todo lo diferente está mal. Esta manera de expresarse da fuerza a la autoridad concentrando en sí misma todo el bien y toda palabra o actitud correcta. Estas palabras de críticas constantes hacia el mundo lo ponen bajo una luz negativa y hace nacer, en quien se siente de este mundo, el sentimiento del miedo y la baja autoestima. El miedo y el sentirse equivocados son las puertas para lograr el control de la conciencia y no su liberación.
No hace falta recordar que en la Biblia cuando se habla del mundo no se pone esto en contradicción con la Iglesia, como si esta no fuera parte de este mundo mismo. En la Biblia la denuncia al mundo está dirigida hacia su modalidad opresora y deshumanizante. El mundo contra el cual Jesús habla es lo querido por el Templo y el Palacio del poder. Es el esquema religioso que mantenía las conciencias oprimidas bajo leyes que no generaban dignidad y vida. También vale la pena recordar la posición de Jesús contra el Cesar y a todos los cesares del mundo con su esquema opresor. Lo que Jesús crítica no es el mundo en sí, sino cuando este se casa con modalidad autoritaria opresiva, también si esta fuera autoridad religiosa que actúan en nombre de Dios.
No olvidemos que el mundo es creación continua de Dios, libre e incontrolable, y por esto profundamente amado y no odiado. No olvidemos que el pecado del mundo ha sido ya vencido en la cruz de Cristo (¡esta es fe!), y redimido por él.
Se dice “dividir para mandar”. Dividiendo siempre el mundo en buenos y malos por lo menos se logra un control sobre los que quieren estar de la parte de los buenos.

“¡Tienen que obedecer!”
La sumisión es vista como valor. Es asombrarte que en algunos proyectos pastorales diocesanos se habla todavía de las personas en relación al obispo como súbditos (cfr. el proyecto pastoral de la diócesis de Huacho). La obediencia incondicionada, con la exigencia de la humildad,  es vista como un valor absoluto de la pertenencia a una Iglesia y como elemento fundamental de la comunión. Esta práctica mira a reforzar el ejercicio de la autoridad como indiscutible y en sí correcta y buena. La fuerza de la palabra, en este caso se basa sobre el hecho de ser autoridad y no por la verdad misma que tendría que revelar.
No se puede olvidar que nosotros estamos invitados a obedecer a Dios y no a los hombres (cfr. Hch 5, 29). La voluntad de Dios no se expresa a través de un solo hombre y necesita siempre discernimiento y respeto de la conciencia personal de cada uno. Recuerdo que la práctica de la Iglesia nos enseña que el discernimiento es siempre comunitario, y nunca en las manos o en las palabras de una persona sola. Antes que invocar obediencias sería necesario un constante discernimiento comunitario sobre la voluntad de Dios. Esto conllevaría una práctica constante, un poco pasada de moda, de una actitud conciliar y concertadora en la que la voz y la vivencia de todos sean consideradas buenas y fundamentales.

Está claro entonces que a estas autoridades hay cosas con las cuales no les gusta encontrarse:
No les gustan las palabras que expresan pensamientos diferentes, sino prefieren e invocan el silencio humilde y sumiso.
No les gustan las diferencias que son vistas como límites y no recursos.
No les gustan las evaluaciones de los planes pastorales propuestos porque ya soberbiamente considerados buenos y justos.
No les gustan las expresiones culturales que no confirman, o más bien ponen en crisis, la bondad de lo que se anuncia como verdad.
No les gustan las reflexiones o los estudios, porque podrían llevar a un resultado diferente de lo que siempre se ha venido afirmando. Entonces mejor no hablar o reflexionar sobre ciertos temas abiertos de doctrina.
No les gusta cuestionar o reflexionar sobre su posición jerárquica, que más bien es el verdadero punto de fuerza de tantas afirmaciones.

Necesitaríamos abrir siempre más espacios concertados y de inclusión para escuchar, compartir y reflexionar en conjunto sobre nuestra dimensión de Iglesia. Esperamos sean espacios abiertos a todos donde la palabra de todos es escuchada y reconocida importante. Necesitamos volver a una Iglesia que reviva el espíritu de las grandes asambleas de América Latina, donde todos se sentían Iglesia.
Tenemos que regresar a hablar de corresponsabilidad dentro de la Iglesia también a nivel de decisiones para tomar.
Necesitamos recuperar confianza en las autoridades no como dueños de una Iglesia sino como compañeros de viaje humildes y hermanos conscientes que todos con la misma dignidad formamos parte de la misma realidad. Necesitamos recuperar confianza que su anuncio es anuncio de misericordia y no aplicación de leyes y preceptos. Necesitamos sentirnos parte de la familia de Jesús donde no hay padres, que podrían otra vez reinstaurar una familia patriarcal de autoridad, sino hermanos, hermanas y madre de Jesús (cfr. Mc 3, 34).

Emanuele Munafó

lunes, 4 de junio de 2012

Iglesia un tema moral (parte primera): entre medios y finalidades


Cuando se toca el tema moral dentro de la Iglesia, sabemos que la mayoría de las veces es para hablar de sexualidad o de la defensa de la vida, como si estos fueran los únicos verdaderos problemas éticos que tendríamos que profundizar y cuidar. Llegaremos a hablar también de esto, sobre todo de los excesos que se han dado en el considerar la moral sexual, pero en este momento me urge el problema moral de la relación entre medios y finalidades. Creo sea uno de los aspectos que tendríamos que considerar porque revela un rostro de Iglesia que de frecuente traiciona su verdadera misión o papel dentro de la sociedad.
Hay una parte de Iglesia que, creyendo en la bondad de la finalidad de su misión, considera el medio solo una modalidad para realizarla. En esto caso no se supone el medio moralmente bueno o malo, pero simplemente útil. Esta Iglesia considera entonces justificable muchas actitudes si son por un bien superior. En cambio hay que considerar que el juicio moral no tendría que expresarse solo sobre la finalidad, sino también sobre los medios que se utilizan, porqué estos son parte integrantes de la finalidad que se quiere alcanzar.

Parece un discurso un poco alto, pero no es así si lo vemos en la práctica cotidiana de la Iglesia.
La Iglesia se siente investida por una misión divina en el mundo, como si fuera la única responsable y protagonista de esta misión. Una parte de Iglesia piensa que para poder desarrollar esta misión se necesita mucho dinero que se reconoce como medio posible.  Después se llega a pensar en que el dinero no es solo un medio posible, sino necesario y que no se requiere mucho dinero, sino muchísimo. El dinero se transforma de medio a finalidad.
Ahora nos preguntamos ¿Qué estamos disponibles a hacer para conseguir el dinero necesario para poder cumplir con nuestra divina misión?
No digo que no hay una Iglesia atenta a una cierta coherencia moral entre finalidades y medios, pero sí es muy común justificarse en la práctica de los medios para alcanzar la finalidad. Creo que esto nace de la actitud de fondo de sentirse siempre de la parte de los buenos, investidos por Dios de una misión divina y entonces justificados por Él en la modalidad de realizar esta misión.
Para verificar esto sería suficiente analizar la práctica de algunas diócesis en tierra de misión que son siempre en búsqueda de fondos para sustentar sus actividades. Sería ya útil ver cuál es la actitud de las diócesis con estos entes financieros, donde la aproximación de los presupuestos y las pequeñas o grandes mentiras se han vuelto medios necesarios para poder obtener lo que se necesita. Cualquier sacerdote a ti te diría que no se tiene que mentir, que hay que ser honesto y que no se tiene que robar, pero cuando se lo cuestiona está en mano de sacerdotes y obispos, la grandeza de la finalidad, hacen justificar hasta esto “pequeño pecados veniales”.
Una Iglesia que actúa así se revela, por llevar adelante sus intereses, como una institución autoreferencial, oportunista, deshonesta y desencarnada de la realidad de la gente, hecha también por reglas sociales que todos tendríamos que respetar.

Me pregunto entonces sobre la actitud de la Iglesia delante de la vida política territorial y mundial. Pero antes quiero recordar la actitud de Jesús.
Un vez que Jesús reconoció su misión de anunciar al Buena Nueva escogió también la modalidad para realizarla. Jesús no escogió ni el Templo, ni el Palacio y ni las clases de poder de sus tiempos (autoridades y sacerdote), más bien en el Palacio entró solo para ser condenado. La modalidad de Jesús es clara y poco cuestionable. Escogió estar a lado de los excluidos como un excluido, a lado de los pobres como un pobre. No escogió la modalidad del mesías real, sino del mesías siervo (cfr. Las profecías de Isaías y Malaquías en Mc 1, 15). Jesús no buscó una relación con los poderes del tiempo para encontrar subvenciones o favoritismos en relación a algunas leyes. Se puso de la parte del oprimido dejándose oprimir él mismo. Escogió el camino del martirio y no lo del reconocimiento. Así fue la primera Iglesia que al principio luchó para no perder la pureza de su mensaje a costo de no ser reconocida como religión lícita (cfr. Las diatribas entre Pablo, Santiago y Pedro) y entonces a costo del martirio vivido a lado de los pobres y de los oprimidos.

Diferente me parece la iglesia de hoy que ve en la política una oportunidad para llevar adelante sus intereses personales, creídos en sí buenos en cualquier caso. Es una Iglesia que busca el favor de las leyes en contrasto con el testimonio que debería llevar adelante. Busca subvenciones a costo del silencio que tiene que guardar por el juego de una actitud de política correcta. Busca aliados que coinciden con sus intereses, hasta tomar distancia en el momento en que se tiene que asumir las responsabilidades.
La historia de la Iglesia está repleta de ejemplos antiguos y modernos que son prueba de esta modalidad política, de esta modalidad que justifica los medios a favor de la bondad de la finalidad.
La Iglesia a esta altura se transforma solo en un partido entre los otros, también si después declara que no entra en política, también si en la práctica su discurso de partido es muy claro.
Una Iglesia que en la práctica justifica el medio utilizado por la supuesta bondad de la finalidad es una Iglesia que traiciona el mensaje de Jesús que no fue solo un concepto, sino una modalidad de estar en medio de la sociedad.

No estoy diciendo que como cristianos no tenemos que entrar en la vida política, más bien el mismo discurso de Jesús tenía reflejos políticos inmediatos. Es la política que finalmente mató a Jesús. Le pido a la Iglesia que no entre en relación con la política para pedir favores o ventajas para sí misma, también si es por una buena finalidad. No lo haga para reafirmar un poder o una importancia en la historia del hombre, esto lo hacen ya los partidos. Solo si la Iglesia se pone simplemente y humildemente a servicio del hombre afirmará su importancia, porque la Iglesia vale solo si lava los pies, y no si se hace poner coronas.

Los laicos participen y sean protagonistas de la vida política desde su dimensión de fe, pero después se dejen guiar por su conciencia personal, no se sienten soldados de un ejército cristiano o católico. La conciencia se puede educar pero hasta Dios la respeta como signo de su amor que invoca la total libertad de adhesión. Su conciencia viene antes de cualquier ley.

Me pregunto si es tan necesario que la Iglesia Católica se reconozca y mantenga como un estado en medio de otros (el Vaticano) y no sea el caso de someternos a la vida política participando en esta y no tratando de manejarla. Considero vergonzoso que todavía en el 2012 tenemos como Iglesia una organización estatal como las grandes naciones, con sus líderes, con su banco y con sus privilegios.

Tal vez puede ser un discurso demasiado idealista y sencillo, pero también en esto me parece que nos hemos alejado demasiado de la intuición inicial de Jesús que pienso no tenía ninguna intención de fundar una religión y aun menos un estado que la soportara. Entre el Evangelio de Jesús y nosotros no hay solo dos mil años de historia de diferencia, sino dos mil años de decisiones que nos han llevado a ser otro que ni la historia ahora puede justificar.

Emanuele Munafó

sábado, 2 de junio de 2012

Iglesia y jerarquía (parte segunda)


Hemos reconocido que hay límites en la estructura jerárquica de nuestra Iglesia. Son límites que van más allá de la calidad humana de las personas que la componen. No consideramos la jerarquía limitada en cuanto a personas, sino en cuanto sistema y estructura. La estructura jerarquía que tenemos adelante, que se basa sobre la certidumbre de una verdad poseída y de un poder que viene desde arriba, creo no le permite vivir su relación con el prójimo como un verdadero servicio entre hermanos en una dimensión de inclusión e igualdad. Jesús indicó en manera clara la forma del liderazgo que tendríamos que expresar:
“Él que quiera ser el más importante entre ustedes, debe hacerse el servidor de todos, y el que quiera ser el primero, se hará esclavo de todos. Sepan que el Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por una muchedumbre.” (cfr. Mc 10, 43-44)
“Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado ejemplo, y ustedes deben hacer como he hecho yo.” (Jn 13, 13-15)

Un cambio en el liderazgo que haga bajar del trono del mando para asumir la posición del esclavo que lava los pies, va más allá de la conversión personal, sino nos obliga reconsiderar la misma estructura jerárquica. Son muchos los elementos que tendríamos que tomar en consideración, pero a mí en este momento me interesa uno en particular, tal vez porque es radical y substancial.

¿Cómo era y qué expresaba el liderazgo de las primeras comunidades?
Hay una descripción clara de estas comunidades desde sus orígenes:
“Ya no hay diferencia entre judío y griego, entre esclavo y hombre libre; no se hace diferencia entre hombre y mujer, pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús.” (Gal 3, 28).
La comunidad descrita por Pablo no es solo un ideal a realizarse, sino una realidad desde donde empezar un camino de comunidad y de Iglesia. La inclusión e igualdad no puede ser el punto de llegada de una camino, sino seguiría llevando en si misma todos los limites que hasta la fecha no le permite expresar lo que debería ser. La inclusión e igualdad tiene que ser estructural desde su punto de partida. Tiene que tener en si misma ya desde el principio todas las características necesarias para hacer de nuestras comunidades y de su liderazgo la evidencia de “ser uno solo en Cristo Jesús”.
En la expresión de Pablo reconocemos tres círculos concéntricos que podríamos definir  cultural (judío y griego), social (esclavo y libre) y existencial (hombre y mujer). Generalmente como Iglesia hemos tratado de llegar al punto central partiendo del más periférico, buscando diálogos con lo que es diferente de nuestra cultura, en un segundo momento tratando de trabajar por un mundo socialmente más justo, pero sin llegar nunca al punto central, la diferencia discriminatoria que nos llevamos adentro en la manera de considerarnos hombre y la mujeres.
Estoy convencido que el punto de partida tiene que ser el abatimiento de esta barrera discriminatoria de la diferencia entre hombre y mujer justamente en el liderazgo jerárquico. Realizar desde el cirulo central la igualdad entre hombres y mujeres sería abatir la barrera más profunda y menos evangélica que nos llevamos adentro.

Somos hijos de una cultura eclesiástica que por siglos predicó sobre la presencia de los discípulos dejando de lado la presencia fundamental de las discípulas de Jesús (cfr. Lc 8, 1-3). Siempre hemos escuchado hablar de los apóstoles (en griego: enviar) olvidándonos de las muchísimas mujeres enviadas a anunciar la Buena Nueva hasta ser las primera anunciadoras de la resurrección de Cristo, a pesar de la desconfianza del grupo de los hombres (cfr. todos los evangelios de resurrección). No hemos predicado lo suficiente sobre el papel de las mujeres como testigos y anunciadoras de la Buena nueva (Hch 13, 31 o en general el evangelio de Juan con el papel desarrollado por las mujeres). Hemos escuchado predicar de pentecostés como del relato de la efusión del Espíritu Santo sobre María y los apóstoles, ocultando que todos, discípulos y discípulas estaban reunidos este día recibiendo todos la efusión del Espíritu y que todos se hicieron palabra de anuncio en diferentes lenguas (cfr. Hch 1, 14. 2, 1-13). Recordamos también las comunidades paulinas con todo su liderazgo femenino, tanto en la predicación cuanto en la responsabilidad de las mismas comunidades (cfr. Carta a los Corintios).

Hemos perdido esta increíble riqueza del liderazgo femenino. Pienso en este liderazgo no como la imitación de las modalidades masculinas o machistas, sino en la forma de inclusión de la vida de todos. Recuerdo que el hombre antropológicamente puede solo dar la vida, pero quien la acoge, la hace crecer, nacer y la alimenta es la mujer. Por ejemplo, creo que el misterio eucarístico en la forma de hacerse alimento para el prójimo está más cerca a la modalidad de la mujer de alimentar desde su propio seno que del hombre que trabaja para conseguir el alimento para compartir. La mujer se comparte desde su propia vida, el hombre comparte desde lo que consigue con su trabajo.

Creo que un liderazgo desde esta perspectiva es lo que nos falta en una dimensión verdadera de inclusión e igualdad en nuestras comunidades.
En manera más clara estoy declarando que a pesar de todo el camino teológico y tradicional que, me parece a veces en manera muy frágil e inconsistente, justifica un sacerdocio solo masculino, tendríamos que cambiar rápidamente este rumbo y abrir a un sacerdocio femenino y a un liderazgo de las mismas a todos los niveles. Solo ganaríamos en caminos de calidad, dignidad, inclusión e igualdad. Claramente considero que nos encontramos en una situación bastante atrasada en este sentido, si consideramos que el mismo Papa por muchísimos siglos es solo fruto de una cultura blanca, masculina y eurocéntrica.
Si no abatimos esta diferencia entre hombre y mujeres desde su liderazgo, abriendo al sacerdocio femenino, nos llevaremos siempre adentro el límite de una diferencia que hace de nuestra misma Iglesia una estructura en si misma de exclusión.

Emanuele Muna

viernes, 1 de junio de 2012

Iglesia cerrada ¿La eucaristía a quien?


Muchos de nosotros en repetidas ocasiones, nos hemos preguntado:
¿Esta es la Iglesia en la que Jesús pensaba? Claro que los siglos de historia que han acompañado la formación de la Iglesia, marcaron profundamente su rostro, pero estoy convencido que en algunos aspectos fundamentales del ser Iglesia nos ha alejado demasiado de las intenciones expresadas en el evangelio y reconocibles en las actitudes de Jesús.

Leyendo la Biblia me parece de poder paragonar siempre más lo que era el Templo de Jerusalén con su estructura jerárquica, organizativa, cultural, política, social e ideológica a lo que como Iglesia estamos expresando sobre todo en estos últimos años.

Quiero recordar que Jesús habló ampliamente contra el Templo y su estructura de poder, predicó contra su influencia en la vida de la gente, y sobre su modalidad de haber encerrado Dios en un lugar exclusivo y excluyente. No olvidemos que Dios se reveló como el Dios en medio de su Pueblo (cfr. Ex 3, 12-15) que lo libera de lo que esclaviza, que Dios no excluye a nadie porque ama a todos los pueblos (cfr. Ex 33, 3), que Dios está con quien llora y no con quien hace llorar (cfr. Ex 21, 17) y sobre todo que Dios no querría ningún Templo para sí mismo porque vivía con el pueblo y en medio de ello (cfr. 2 Sam 4, 7ss).

Jesús habló en el Templo, pero nunca a favor de este. Jesús no escogió al Templo, morada de Dios, como lugar de encuentro con él, sino hizo otra propuesta de comunidad haciendo de esta el lugar de inclusión de todos los excluidos, impuros, pecadores, despreciables y pobres, sus verdaderos privilegiados.

Jesús predicó y escogió la casa y no el Templo. Celebró sobre una mesa del compartir y no sobre un altar de los sacrificios. Constituyó su comunidad como una familia y no como una jerarquía sacerdotal. Esta era la comunidad, ensayo del reino, que Jesús anunciaba y vivía. Por esto me pregunto ¿nosotros que hacemos reunidos en el Templo, alrededor de un altar celebrando un sacrificio por los sacerdotes? Hemos recuperado el lenguaje del Templo, pero también sus modalidades.
¿Seguros  que lo que predicamos y anunciamos no es otra vez nuestro querido y seguro Templo?

Sigue en mi vigente la seguridad de que, hasta la fecha continuamos con una lógica excluyente hacia quien menos pensamos digno de poderse acercar al lugar sagrado de la morada de Dios, para poder compartir con él o para permitirle a Dios de compartirse con todos. Todavía dividimos el mundo en puros e impuros, en quien respeta la ley y en quien no. No nos preguntarnos sobre la verdadera calidad de esta ley, sino nos limitamos farisaicamente a creerla ley de Dios. Tal vez no creemos verdaderamente que Dios quiere misericordia y no sacrificio (cfr. Mt 9, 13).

Me encuentro totalmente de acuerdo con quien dice que no tenemos ya más necesidad de templo y de altares sacrifícales y que nos basta una casa y una mesa donde celebrar el único culto agradable a este Dios: el amor entre los hermanos.

Entonces me pregunto ¿Cómo hacer de nuestras comunidades y leyes excluyentes un lugar de verdadera inclusión igualitaria? Sí, porque dentro la casa, a todos los hijos, a pesar de cómo se portan, se le da un plato de comida para alimentar y compartir.
Creo que la inclusión no nazca desde los aspectos más periféricos o exteriores  sino desde el centro y lo más importante. No es suficiente un saludo, una atención formal o un poco de disponibilidad para hacer sentir que la persona está incluida en lo que se vive. A veces esta es la manera para hacerla sentir todavía huésped y no hermana. Me parece que Jesús enseñaba a dar el primer lugar a los que son más excluidos. Creo que nosotros también para incluir tenemos que dar lo más importante y precioso de lo que vivimos.
El centro de la inclusión de Jesús se revela en entregarse a todos gratuitamente como signo de un amor que ninguna ley puede limitar, si no la libre y consiente decisión de la persona.
Sí, me refiero al momento más importante y central que es la entrega de Jesús a todos: la eucaristía. Hemos hecho de la expresión más alta del donarse de Dios a todos, el lugar más protegido por leyes y preceptos. Parece que la gratuidad de Dios se merece con el comportamiento de una vida pura o con ritos de purificación (la confesión).
Personalmente me rehúso a negar la comunión a cualquier persona que se acerque para quererla recibir, a cualquier persona que quiere permitirle a Dios de compartirse con él amándolo.
La comunión es para todos, porqué la responsabilidad que tenemos no es decir “tu sí y tu no”, sino ser presencia de esta gratuidad mucho más grande de nuestras categorías humanas de amor selectivo y exclusivo. El amor de Dios es totalitario e absolutamente inclusivo. No podemos hacernos dueños de Dios y de su intención o proyecto, al máximo servirlo fielmente.
La comunión es para todos, no podemos poner ni el vínculo del pecado porque Jesús en su cruz ya venció al pecado.
No puedo decir a una persona que no es digna de recibir a Jesús. Jesús mismo decidió que todos somos ya dignos y dignamente amados para poderlo recibir.
Personalmente rehúso y rechazo esta forma de exclusión de privar a alguien de la comunión cuando está en situación de conviviente o porque no se confesó.

El templo estaba cerrado por los impuros y nosotros hacemos lo mismo repitiendo el esquema de pureza e impuridad que Jesús borró. Cerramos otra vez Dios en un lugar alcanzable para pocos. No pueden acercarse los que no respetan las leyes, requisito que parece fundamental, y no la fe como decía San Pablo (cfr. Carta a los Romanos).
Percibo esta Iglesia demasiado lejos de lo que me parece eran las intenciones de Jesús. En este sentido, entiendo que no me pongo en línea con la enseñanza de la Iglesia y me rehúso de observarla. Lo hago conscientemente y libremente.

Si queremos una Iglesia más inclusiva creo que hay que ir al centro y al corazón de la intención de Jesús. El amor de Dios no se lo puede negar a nadie, ni tampoco la forma con la que Jesús decidió vivirlo: compartiéndose con todos, buenos y malos, puros e impuros, santos y pecadores.
  

Emanuele Munafó